NIÑAS LITERATAS (I)

Christine de Pizan, anónimo.



«¡Levántate, hija mía! Salgamos sin tardanza hacia
el Campo de las Letras. Es allí, en aquel país rico y
fértil, donde está fundada la Ciudad de las Damas,
allí donde hallan mansos ríos y vergeles cargados de
fruta, donde la tierra produce buenas y abundantes
cosas.»

Christine de Pizan


«Hay un destino que dirige los propósitos de las jóvenes señoritas que, ya al nacer, comienzan a sentir el cosquilleo de escribir en la punta de sus pequeños dedos.»

Lucy Maud Montgomery




En la historia de la literatura no tenemos muchos ejemplos de jóvenes protagonistas masculinos arrebatados vocacionalmente por el amor a las letras; por el contrario, sí disponemos de ejemplos varios cuando de lo que se trata es de la vida de jovencitas con inquietudes literarias. De esta manera, en una aproximación bastante superficial, y según un listado que me han facilitado mis dos hijas, tenemos, por un lado a aquellas que gozan de una cierta cantidad de talento, suficiente como para escribir versos románticos, cartas o diarios (Rebeca –de Rebeca de la Granja Sol, de Kate Douglas Wiggins–), y por otro, algunas señoritas que se nos presentan como literatas de verdad, en ciernes, cierto, pero en las que percibimos madera de escritor. Hablo, por ejemplo, de Ana –de Ana, la de Tejas Verdes, de Lucy Maud Montgomery–, y con más aire de profesionales, Jo – de Mujercitas, de Louisa May Alcott –, Emily –de Emily, la de Luna Nueva, de Lucy Maud Montgomery– y Betsy –de Betsy y Tacy, de Maud Hart Lovelace. Son estas tres últimas las que vemos encarar obras de mayor calado, afectadas por una fiebre literaria inquieta e inextinguible que no las abandona; así, no solo escriben cartas, versos y diarios, sino obras más complejas, novelas, cuentos y poemas y, sobre todo, traslucen una continuidad en la tarea y una llamada incondicional a la misma, atrapadas, digamos, por una constante inspiración de las musas, llegando incluso a ganarse la vida con el oficio de escritor. 

Emily, de Ben Stahl (1910-1987).

Las novelas protagonizadas por estas jóvenes son historias que conviene leer. Así pues, no teman, la exposición de nuestros hijos a estas vidas literarias juveniles no les será perjudicial. Es más, quizá pueda ayudar a despertar, o incluso estimular, vocaciones o aficiones dormidas o hasta disimuladas. Nada malo podrá causarles. Porque escribir, mejor dicho, escribir bien, es no solo conveniente, sino hasta necesario; y, en todo caso, algo muy sano. 

Por un lado, hemos de darnos cuenta de que la escritura no es solo un acto mental o intelectivo (que sin duda lo es, e incluso preeminentemente), sino que también es un acto físico. Escribir con pluma y papel (lo recomiendo encarecidamente) es más tangible y supone un mayor contacto con lo real que escribir en un ordenador o en una tablet. Este roce con la realidad física traerá mayores bonanzas a nuestros niños, pues, de esta forma, no sólo trabajará su mente, sino que la vista, el tacto, el olfato y hasta el oído (ah, ese suave rasgar de la pluma: «El sonido de mi pluma corre sobre el papel...» que decía Pessoa), estarán también comprometidos.

Hilda, de Carl Larsson (1853-1919).

Si este acto de escribir se realiza, además, a través del arte de la caligrafía, entonces se unirá al acto intelectivo y al acto sensorial, el acto estético. Al respecto me limitaré a citar lo que nos dice sobre esto John Senior:

«Esto no es simplemente escribir, es lo que los griegos llamaban «kalligraphia», literalmente, escritura hermosa. A menudo escribir es, por sí solo, un acto físico que no es bello, un acto empobrecido, que da lugar a una escritura hambrienta, en la que se sacrifica todo lo que es hermoso y personal por la pura utilidad mecánica. Por el contrario, la caligrafía, aunque útil, se eleva por encima de la utilidad, de la misma manera que el cristal está por encima del vidrio, pues la sabiduría está por encima de la información. Es probable que los lectores modernos se quejen de que la caligrafía es difícil de leer, pero también se quejan de que el cristal debe ser pulido y de que la sabiduría no se puede adquirir en tres lecciones».


Jo, por Frank T. Merrill (1848–1923) y Rebeca, por Helen Mason Grose (1880-1960).

De lo dicho podemos intuir que la escritura no es solo un acto físico, no se trata de la mera transcripción gráfica de ideas ya nacidas y pensadas. No; hay una abrumadora evidencia empírica recogida en numerosos estudios (aquí hablamos ya de esto: EL MUNDO DIGITAL Y NUESTROS NIÑOS), que apunta a que simultáneamente a la realización del acto de escribir, el hombre ejercita su pensamiento; hay por tanto una relación simbiótica y recíproca entre ambos actos. Escribir nos obliga a pensar y pensar nos incita a escribir. Porque, como ya he dicho, la escritura es simultáneamente una actividad física –el producto de garabatear o escribir– y una actividad cognitiva, y en el acto de escribir confluyen ambos aspectos dando lugar a la aprensión de nuevas ideas y a la urdimbre de conexiones entre ellas.

Por ello, escribir resultará siempre provechoso, aun cuando no surjan de esta práctica grandes talentos poéticos o artísticos (o quizás sí, ¿quién sabe?). Veamos lo que nos dice un experto como Andrew Pudewa: «¿Pero, para qué escribir? (…) pues porque existen problemas que se deben traer a la luz, gozos que se deben demostrar; esperanzas que se deben provocar y sueños que se deben inspirar. (…) Cuando sus hijos sean capaces de escribir palabras en el papel de manera organizada e interesante, los verá usar este don en cualquier oportunidad que se presente. Ejercerán influencia sobre sus amistades, serán efectivos en sus profesiones y estarán ansiosos de servir a Dios».

Además, plasmar pensamientos en un papel ayudará a nuestros hijos a pensar más y mejor. Porque escribir implica orden y análisis (ya saben aquello del Aquinate: «Lo propio del sabio es ordenar»). Porque, si no las escribes, las ideas se pierden y porque si las escribes generarás más; decía al respecto John Steinbeck que «las ideas son como los conejos. Consiga un par y aprenda a manejarlas, y muy pronto tendrá usted una docena».


Escribiendo en el jardín, de Honor C. Appleton (1879-1951).

Por lo tanto, cuando uno escribe sus ideas u ocurrencias, inevitablemente, las unas se cruzarán con las otras en conexiones fructíferas que darán lugar al nacimiento de más ideas. Algunos cuentan que Chesterton (no sé si un Chesterton apócrifo) decía que pensar es conectar ideas, y Henry James dejó dicho lo siguiente: «¿Cómo podría saber lo que pienso sino hasta que leo lo que he escrito?».

Ese «aprender a manejar las ideas» de Steinbeck, ordenándolas como señala Santo Tomás, es lo que supone la escritura (y si, además, esto se hace de forma hermosa...), y aunque es posible que los libros de los que hablo no enseñen a nuestros hijos a escribir mejor, al menos podrán servirles de estímulo y de referencia emuladora.


La carta, de Haynes King (English, 1831-1904) y Jo March, por Norman Rockwell (1894-1978).

¿O quizás sí puedan enseñarles?

Porque, si bien parece evidente que para aprender a escribir no hay nada como escribir, escribir y escribir, no es menos cierto que, independientemente y a mayores del estímulo que los ejemplos de vida de las protagonistas de estos libros pueden ofrecer, el acto de leer (estos u otros libros, pero siempre buenos libros) ayudará y mucho.

Estoy convencido (y creo no estar solo) de que una gran manera de aprender a escribir bien consiste en leer, leer y leer, y luego leer un poco más. Cuantos más buenos libros se lean, más se familiarizará uno con la buena escritura, más vocabulario se aprenderá, más conocimiento sobre las estructuras gramaticales y lógicas de párrafos, frases y oraciones se adquirirá y más acumulará uno combinaciones bellas y originales de palabras y expresiones en su memoria estética y poética (como hacían los rapsodas griegos o los meturgemanes hebreos, en la primitiva cultura oral). 

Una dieta constante de buena lectura enseñará a sus hijos cosas sobre la escritura que no podrán aprender de otra manera. Al respecto aconsejaba el gran C. S. Lewis a una joven admiradora, aprendiz de literata, con la que se carteaba: «Lee todos los buenos libros que puedas, y evita casi todas las revistas». No perderemos de vista el consejo.

En las próximas entradas hablaré de alguna de esas novelas.


Comentarios

  1. ¡Sumamente interesante, Miguel! Y cuánto esfuerzo requiere... ¿Pero quién sabe de los talentos que puede esconder un niño?
    Me ha hecho pensar esta entrada... y seguramente me hará tomar algunas buenas decisiones en el hogar. Ojalá que así sea.
    Un abrazo especial en el día de los Santos Inocentes,
    J.A.F.

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  2. Bla bla bla literatas, vaya uno a saber que "espíritu" las inspira. Les dan mucha importancia y lo que les crece es el ego y no la vida interior. Ustedes idiotas humanistas-

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